viernes, 26 de febrero de 2010

Amadeo Sabattini, el “Tano” de Villa María


Por Rogelio Alaniz

Fue el heredero más genuino de Hipólito Yrigoyen. Se parecía a su maestro en sus virtudes y en sus defectos. Austero, sobrio, íntegro, concebía al radicalismo como una religión laica fundada en la conducta.

Como su maestro, rehuía la oratoria, practicaba el perfil bajo, el discreto segundo plano, desconfiaba de la exposición mediática y concebía a la política como un apostolado.

Como su maestro, la política era su pasión excluyente, la política radical, se entiende.

Sus amigos y sus adversarios también le decían el Peludo, los primeros con cariño, los segundos con sorna.

Si la cueva de Yrigoyen era su casa de calle Brasil, la cueva de Sabattini era su modesta vivienda de Villa María, la misma que empeñó en una campaña electoral y en la que vivió durante décadas pagando el alquiler.

Su visión de la UCR no era muy diferente a la de Yrigoyen. Creía que el radicalismo era una fuerza regeneradora y democrática y la identificaba con la Nación.

Su mirada organicista de la UCR no le impedía reconocer la legitimidad de sus adversarios políticos.

Entendía a la UCR como un absoluto pero cuando ejerció el poder nunca persiguió a nadie, nunca intervino un sindicato, jamás declaró el Estado de sitio.

A diferencia de don Hipólito creía en los programas de gobierno y se preocupaba por entender las leyes de la economía.

Su propuesta a favor de un modelo económico fundado en la actividad agropecuaria y la industrialización de la economía primaria es original y en más de un punto anticipatoria.

A diferencia de don Hipólito era agnóstico y fue el único gobernador que se negó a jurar por Dios y los santos Evangelios. Esa actitud le valió el ataque de los poderosos sectores clericales de Córdoba, sobre todo cuando en la ceremonia de asunción dijo que se comprometía a defender la religión católica, apostólica y romana porque “me lo ordena la Constitución”.

Agnóstico y masón, sostenía que un humanismo trascendente es aquel que en términos prácticos enaltece la condición humana.

Sabattini fue un gobernante que demostró que la buena gestión administrativa no está en contradicción con las transformaciones sociales, los emprendimientos económicos y las políticas educativas inclusivas.

“Aguas para el norte, caminos para el sur, escuelas en todas partes” fue su consigna de gobierno. Siempre se lo consideró un auténtico representante de los chacareros de la pampa gringa, pero si se presta atención a la gestión de su gobierno, podrá apreciarse que sus miras eran más amplias, como corresponde a los verdaderos estadistas.

Como todo buen radical era levemente anacrónico. Para algunos eso era un defecto, para muchos era una de sus virtudes más encantadoras. No rehuía los desafíos del progreso pero tampoco compraba sin beneficio de inventario las ilusiones de un progreso lineal e indefinido.

Desconfiaba de los cantos de sirena de un capitalismo avasallante y deshumanizado y de los vendedores de utopías que pretendían presentar al comunismo como una versión secular del paraíso.

Le tocó vivir un tiempo difícil, un tiempo de crisis, de derrumbe de valores, de guerras y muertes, un tiempo de ensayos totalitarios practicados por una derecha fanática y una izquierda totalitaria.

La alternativa a esas encerronas que se practicaban en el mundo era un nacionalismo secular y democrático que tomara distancia del fascismo y del comunismo. En nombre de esas certezas siempre abogó por la paz y cuando el mundo se lanzó a la guerra propuso como su maestro la neutralidad.

Su nacionalismo era sincero y convincente. Era un nacionalismo democrático y pluralista.

Don Amadeo era un político que creía en serio en lo que decía y esa fe la percibía la gente. Jamás comulgó con los predicadores de conquistas territoriales y superioridades raciales. El marxismo le resultaba indiferente, un invento extranjero. Repudiaba su materialismo, su antihumanismo y sus afanes autoritarios.

No era un intelectual pero sabía de lo que hablaba y sabía lo que quería.

Su sensibilidad popular no la aprendió en los libros. Conocía el mundo de la pobreza porque la frecuentó diariamente como político y médico de campaña. Su consultorio siempre estuvo abierto a la gente pobre. No cobraba honorarios, los pacientes dejaban voluntariamente lo que podían en una urna que estaba en el patio. Su sala de espera era tan austera como él: tres o cuatro sillas y una mesa con revistas. Los gringos chacareros, los criollos de los ranchos, las peonadas, sabían que podían contar con él a cualquier hora y para cualquier emergencia.

Fue el primer político que usó la palabra “descamisado” para referirse a los pobres y reivindicar sus derechos. También fue el primer político que se definió como “el primer trabajador”, mucho antes de que un conocido demagogo lo imitara. No se enfrentó al peronismo en nombre del privilegio sino en nombre de los verdaderos intereses populares. Nunca discutió las bondades de las conquistas laborales, por el contrario las defendió incluso confrontando con algunos de sus correligionarios.

Como los viejos políticos criollos concebía la actividad pública como un servicio.

Por su compromiso con la causa radical padeció persecuciones, cárceles y exilios.

Nunca nadie lo oyó quejarse por su destino. Afrontó el cautiverio y el peligro con la misma entereza con que asumió las grandes responsabilidades públicas. En ese punto fue un hombre de una pieza. Integro en las buenas y en las malas.

Su austeridad republicana fue proverbial. Su casa era modesta como modesto era su estilo de vida. Por Villa María desfilaban las grandes figuras de la política nacional. El recibía a sus correligionarios en bata o con su sencilla chaqueta de médico. Su estilo era una fiesta para caricaturistas y humoristas.

Se hablaba con cariño y a veces con desprecio del “Tano” de Villa María. Se decía que para visitarlo había que atravesar la cortina de peperina. Se fantaseaba acerca de la penumbra de los cuartos de su casa, de sus conversaciones secretas con el espíritu de Yrigoyen.

Muy de vez en cuando salía a caminar por la ciudad. A nadie le negaba el saludo o la palabra. Los vecinos lo veían a la tarde regando las plantas del pequeño jardín. A veces se sentaba en un sillón en la vereda a leer los diarios o a tomar mate.

Ese hombre algo robusto, de rasgos nobles y frente despejada había sido el gobernador de la provincia de Córdoba entre 1936 y 1940. Para la mayoría de los historiadores el gobernador más importante del siglo y una de las figuras más importantes de la política nacional de su tiempo.

Sus anécdotas como gobernador honrado son proverbiales. Se levantaba a las cinco de la mañana y recorría las oficinas públicas. Cuando una vez encontró a un pariente suyo ocupando un cargo de planta le exigió que presente la renuncia. “Mientras yo sea gobernador no puede haber dos Sabattini viviendo del presupuesto”. ¡Qué lección para los gobernantes actuales! Almorzaba y cenaba como un monje. Un plato de sopa, dos papas hervidas y un café sin azúcar. El precio: sesenta centavos. “Es lo que puedo permitirme -decía- soy un médico de campaña”.

Cuando concluyó su mandato no se le ocurrió reformar la Constitución para reelegirse. Entregó el gobierno a su sucesor y se volvió a su casa. Le ofrecieron ocupar cargos legislativos pero los rechazó. Prefería predicar desde el llano. No era un ingenuo. Renunciaba a los honores, al boato, pero no a la política.

Mientras vivió la UCR controló a la UCR de Córdoba y sus estrategias se proyectaron al orden nacional. Sus seguidores estuvieron a la altura de sus enseñanzas. Se llamaban Santiago del Castillo, Medina Allende, Arturo Illía. “ Por sus frutos lo conoceréis”, dice el Evangelio.

Políticos y grupos de poder intentaron seducirlo. Lo tentaron con cargos, prebendas, honores, incluso la vicepresidencia de la Nación. Fracasaron en toda la línea. “Soy tan humilde que no tengo precio”, les decía a sus correligionarios. No exageraba ni mentía. Amadeo Sabattini era incorruptible.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Manifiesto de la Revolución Radical del 4 de febrero de 1905


LA UNION CIVICA RADICAL AL PUEBLO DE LA REPUBLICA

Ante la evidencia de una insólita regresión que, después de 25 años de transgresiones a todas las instituciones morales, políticas y administrativas, amenaza retardar indefinidamente el restablecimiento de la vida nacional; ante la ineficacia comprobada de la labor cívica electoral, porque la lucha es la opinión contra gobiernos rebeldes alzados sobre las leyes y respetos públicos; y cuando no hay en la visión nacional ninguna esperanza de reacción espontánea, ni posibilidad de alcanzar normalmente, es sagrado deber de patriotismo ejercitar el supremo
recurso de la protesta armada a que han acudido casi todos los pueblos del mundo en el continuo batallar por la reparación de sus males y el respeto de sus derechos.

Sustanciar aquí las causas que determinan esta suprema resolución; sería suponer que la Nación no está compenetrada de ellas.

Son tan profundas que, si no han tronchado su porvenir, han malogrado al menos su
vitalidad en uno de los períodos de mayor actividad y de más franca expansión.

La moral y el carácter, esos atributos con que Dios ha iluminado el Universo, revelando al hombre que sobre su frente lleva un rayo de divinidad, parece que no inspiran ni fortifican el espíritu de la Nación, cuando los gobernantes pueden inferirle los agravios que es penoso constatar una vez más, al reproducir el esfuerzo reivindicatorio.

Difamada la República en todos los centros del mundo, el descrédito seguirá latente y
pasará a los anales de su vida, sin que sea dado precisar cuánto daño le habría ocasionado, ni cuando retornará a la plena seguridad de su prestigio.

Agotada y perturbada durante el mejor desarrollo de sus energías, ya no recuperará la vida perdida, cualquiera que sea el acrecentamiento futuro. Desmoronado íntegramente su organismo político, será obra premiosa del concurso y de la solidaridad nacional, levantarlo en todo su imperio, renovando e inculcando la enseñanza de sus principios y acentuándolo en los hechos por su recta aplicación y funcionamiento.

Es esta una severa lección para no consentir las desviaciones de los gobiernos, dejándolas impunes, porque se hacen irreparables y asumen el carácter de responsabilidades colectivas, infiriendo a la sociedad males que no debió sufrir o privándola de beneficios que debió alcanzar.

Todo ha sido conculcado desde su cimiento hasta su más alta garantía. El sufragio,
condición indispensable de la representación electiva, ha sido falseado primeramente y simulando por fin, con intermitencias de sangrientas imposiciones.

La vida comunal, la más directa demostración de las libertades públicas, la primera escuela político-social, y una de las bases de nuestra organización, ha sido sucesiva e implacablemente menoscabada en su prestigio y en su eficiencia, hasta quedar suprimida, aún en esta Capital, centro de gloriosas conquistas humanas por ley fundada en la agraviante ironía de su notoria incapacidad de practicarla.

Mediante un sistema de punibles irregularidades, las provincias han sido convertidas en meras dependencias administrativas. Los gobernadores invisten y ejercen la suma de los poderes, y a su vez se prosterna ante el Presidente de la República, quien por el hecho de serlo, adquiere prepotencia tan absoluta que todos, hasta el Congreso y las legislaturas, se someten incondicionalmente a su voluntad para afianzarse en el cargo que detentan, retomarlo si lo han perdido o conseguirlo si lo aspiran.

Las constituciones, para cuya revisión las sociedades bien dirigidas buscan las horas
tranquilas y concurrentes de la opinión, has sido rehechas y deshechas al arbitrio de los gobernantes, no para ampliar los derechos o darles más garantías, sino para restringirlos o falsearlos, arrogándose mayores poderes y extendiendo sin necesidad el enorme personal administrativo. En cambio, no se han cumplido muchos de los más fecundos preceptos que ellas consagran, como medios conducentes y eficaces para la mejor legislación y el bienestar de los pueblos.

La verdad y la eficacia de la doctrina que tiene por base el gobierno del pueblo por el pueblo, reside en el grado de libertad con que la función electiva se realiza.

Sin ésta no hay mandato sino usurpación audaz, y no existe vínculo le al alguno entre la autoridad y el pueblo que protesta. Las demás instituciones que se fundan en el hecho de esa representación y están destinadas a recibir su calor, quedan anuladas y mutiladas en su verdad y energía.

Desde la justicia y la Instrucciones, tan primordiales como fundamentales, hasta el ejército y las finanzas, todos los centros y ramas del gobierno están en el caos, acusando descensos moral, incompetencia y abandono de los más importantes intereses de la Patria. Las cátedras, las magistraturas, la dirección de los institutos científicos, la jefatura de las reparticiones y, en una palabra, todos los cargos públicos, se conceden a los cortesanos con prescindencia de integridad y de ilustración. La labor administrativa se traduce en obra inorgánico y destructora,
en la contradicción permanente de las iniciativas m opuestas, mientras quedan sin solucionarse los grandes problemas del bienestar nacional.

En el derroche irresponsable y sin contralor, se ha disipado la riqueza del país con la cual estaríamos en condiciones de abordar con éxito, la ejecución de las obras públicas que la civilización impone. Gravita sobre el país, comprometiendo su presente, el peso de una deuda enorme, de inversión casi desconocida, que pasará a las generaciones futuras como herencia de una época de desorden y de corrupción administrativa. El presupuesto es ley de expoliación para el contribuyente, de aniquilamiento para la industrias, de traba para el comercio y de despilfarro para el gobierno. El pueblo ignora el destino real de las sumas arrancadas a su
riqueza, en la forma de impuestos exorbitantes, porque el Congreso no cumple el deber de examinar las cuentas de la Administración, para hacer efectivas las responsabilidades emergentes de los gastos ilegales y de la malversación de los dineros públicos.

La población permanece casi estacionaria, siendo evidente que cuando menos, debiéramos constituir un Estado diez veces millonario, fuerte y laborioso, con personalidad respetada en el mundo trabajando en paz y libertad la grandeza de la Patria.

Tan absolutas son las absorciones del poder, que no existen leyes ni garantías seguras; y tan profunda es la depresión del carácter, que, dentro del régimen, no hay conciencia que resista, ni deber que no se abdique ante la voluntad del presidente o del gobernador.

El predominio de esa política egoísta y utilitaria, que mantiene sistemáticamente clausurado el camino de las actuaciones dignas, ha esterilizado las mejores fuerzas del carácter y de la inteligencia argentinas. Han sucumbido, las unas, en el esfuerzo de la lucha activa, en la protesta contra el régimen; se han rendido, otras, víctimas del descreimiento o falta de valor cívico, y se extinguen las más en el ostracismo de la vida pública, impedidas de prestar a la Nación el servicio de su patriotismo y de sus luces.

Hemos pasado por las más, graves inquietudes internacionales, que debiendo ser un
accidente, han sido una preocupación de años para concluir desprestigiándonos en Sud
América, y modificando la historia y la carta geográfica argentina.

La personalidad moral de la Nación, ha sido reducida. Debíamos haber asumido ya una
significación doblemente importante en el escenario del mundo y estamos aún confundidos entre las Repúblicas subalternas e inorgánicas de América, expuestos a sufrir las consecuencias de las sociedades que por no desenvolverse paralelamente al deber y al progreso, se ven forzadas a buscar su regeneración en la crisis de dolorosas conmociones.

La inmoralidad trasciende del conjunto de la obra administrativa, y contadas serían las reparticiones públicas que, ante un rápido examen, pondrían al descubierto irregularidades de las más impúdicas. ¡Que sería si se practicara una investigación severa con ánimo de hacer justicia!

Todo esto es la obra de un régimen funesto que pesa ignominiosamente sobre la país, que domina el gobierno de las provincias y tiene a la cabeza al Presidente de la República, que, siendo el más alto representante de su voluntad, es también su omnipotencia salvadora. Por eso ha resistido hasta ahora los reiterados esfuerzos de la opinión.

Ante su predominio, todos los preceptos morales han sido escarnecidos, se han rendido los hombres y han claudicado los partidos. No ha quedado una frente prominente, una corporación austera, un centro altivo de enseñanza donde el espíritu público pueda acudir a recibir una sana idea o una justa inspiración.

No ha podido surgir en la República, un núcleo de hombres de Estado, representativos y caracterizados, tales como los que tuvo hasta que se inició la descomposición, porque, impedido el digno ejercicio de la vida pública, se ha hecho imposible que se formen con las virtudes, la autoridad y la experiencia que deben tener para constituir una garantía y una fuerza social.

Los partidos políticos son meras agrupaciones transitorias, sin consistencia en la opinión, sin principios ni propósitos de gobierno. Desprendidos los unos del régimen que domina al país, procedentes los otros de defecciones a la causa de su reparación, el anhelo común es la posesión de los puestos públicos. El tono de su propaganda se ajusta a la posibilidad de obtenerlos, a las promesas hechas o a las esperanzas desvanecidas, incurriendo en la incongruencia de las críticas y de los aplausos en la confusión de la protesta y de la alabanza por los mismos actos, y hacia los mismos hombres en igualdad de situaciones y procedimientos. La oposición pierde así sus condiciones esenciales para el bien público, se convierte en escuela perniciosa y perturbadora y en un exponente de la depresión general.

Se han anticipado los vicios y complicaciones de las sociedades viejas; la clase obrera desatendida hasta en las más justas peticiones, forma con su reclamos un elemento de perturbación económica y genera graves problemas, que el gobierno ha debido prever y resolver oportunamente; en el orden intelectual, se comprueba la ausencia de hombre de ciencia, jurisconsultos, oradores, y si existen, es para extinguirse en silencio, faltos de escenario y de estímulos; se han subvertido, en fin los conceptos de honor nacional, de dignidad personal, de cuanto hay de grande y de noble en las sociedades que conservan el culto por los ideales que ensanchan los horizontes de la existencia. En un ocaso, en el que cada día, la regeneración moral retrocede y se aleja.

Tal es, en conjunto, la intensidad del desastre, sin analizar sus múltiples subversiones. Es una vorágine, que ha llevado por delante todo lo que no ha tenido energías bastante para resistirla, causando estragos tan grandes, que el pensamiento no puede precisarlos y definirlos, aunque los abarque en la realidad de lo que está a su alcance.

Vivificados en todo el territorio por la fecundidad de una naturaleza exuberante en las distintas producciones del mundo; procedente de una cuna que nos enorgullecerá siempre, emancipados al empuje de los más heroicos sacrificios, generaciones sucesivas de eminentes ciudadanos, en medio de las angustias y de los esplendores de la lucha por la independencia y la organización, establecieron para presidir la sociedad argentina los adelantos de la civilización moderna y los principios más avanzados de gobierno.

Bastará recordar esos antecedentes, fijar el pensamiento en la razón que nos señala
predestinados a ser el centro de poderosos agrupaciones humanas, y acaso el punto de partida de la renovación del mundo; bastará dirigir la vista hacia esa alta cumbre del pasado glorioso, volverla hacia esa otra cima de los grandes destinos del porvenir, y luego mirarnos en el llano en diminuta proporción, habiendo perdido autoridad moral y gran parte de riqueza, en el desenfreno de la orgía gubernativa; bastará eso para reconocer con amargura, que en la primera centuria de vida independiente hemos fracasado ante nuestra propia conciencia, ante la historia y ante el mundo entero, defraudando el voto y las inspiraciones de los que nos dieron
patria.

Ante la magnitud de este crimen, de esta fatalidad sin reparo, consumado en la época del trabajo, de la independencia, y de las múltiples conquistas del espíritu humano, cuando hombres y capitales afluían de todas partes a poblar y fecundar el país, sus causantes son más que reos de lesa patria, son todo y no son nada, porque en presencia de la enormidad del agravio, sus responsabilidades son un sarcasmo, sus protestas de regeneración, una blasfemia, y el progreso de que blasonan, una iniquidad.

El régimen ha subsistido, consolidándose al amparo de la política del acuerdo, que fue una defección a terminantes promesas reaccionarias y malogró la reivindicación a punto ya de conseguirse traicionando deberes patrióticos, en cambio de posiciones oficiales.

Nunca, pensamiento más pernicioso penetró en causa más santa; disgregó las fuerzas de
la Unión Cívica, llevó a los unos a solidarizarse y coparticipar en la obra oprobiosa del pasado, e impuso a los otros, el deber de la actitud inquebrantable y digna, en que hasta el presente se mantienen, defendiendo la integridad de la causa.
Esa política, al dar patente de indemnidad a los grandes culpables, ha aumentado los males y los agravios que en 1890 provocaron la protesta del país, atacado en su honor, en sus instituciones y en el libre desenvolvimiento de sus riquezas. A todos los que entonces existieron, y que subsistiendo se han hecho más intensos, deben agregarse hoy, los que ella ha causado y los procedentes de la desaparición prematura de tantos ciudadanos austeros, que sirvieron con entereza la causa de la reparación nacional, que hoy serían la mejor esperanza de la República y un baluarte contra la corrupción que avanza.

La República ha tolerado silenciosa estos excesos,en horas de incertidumbre, ante el
peligro de complicaciones internacionales, llevando la abnegación hasta el sacrificio, en homenaje a su solidaridad y con la esperanza de ver cumplida la promesa tantas veces reiterada, de una reacción espontánea, que eliminara la necesidad de una nueva conmoción revolucionaria. En el estado actual no es posible abrigar esa esperanza, sin incurrir en una error irreflexivo. El Congreso y las instituciones provinciales son las mismas. La Presidencia no ha mejorado sus títulos por el hecho de haber asumido el mando y, solidarizada, moral y materialmente con el régimen que la ha consagrado, carece de autoridad para iniciar la reacción y de medios para realizarla.

El carácter de funcionario público, representativo, no se adquiere por los programa que se formulan, sino por la legalidad integral del mandato que se inviste. Osado sería quien se presentara contrario a los anhelos, intereses y sentimientos colectivos, y total inexperiencia revelaría, si no se refiriera ellos cuando siente llegar hasta la altura de la posición usurpada, el eco de la protesta pública. En tan vanas y falaces promesas, constantemente expresadas y jamás cumplida sólo pueden creer los que, deliberadamente quieran cohonestar con ellas o los que n consideran las cosas en su realidad y esencia. De los efectos no deben esperarse sino
las consecuencias de las causas de que emergen; y es funesto error, anatematizar el delito en su elaboración, y luego de consumado, acordarle sanción legal y aun justificarlo, atribuyéndole virtudes y energías benéficas.

La República no podrá olvidar que los ciudadanos que hoy dirigen sus destinos, son los mismos que, en 1893 avasallaron las cuatro provincias que habían reasumido su autonomía, ahogaron sus libertades, próximas ya a alcanzar su dominio, encarcelaron y desterraron a los más distinguidos ciudadanos del país, con lujo odioso de arbitrariedad y de vejámenes.

Connaturalizados con el teatro en que han desenvuelto, no es posible esperar de ellos, severos conceptos morales y altas inspiraciones cívicas. No se efectúan en el espíritu humano cambios tan radicales, que permitan pasar del escepticismo, del descreimiento y de la corrupción política en que se ha vivido, a una acción reparadora, destinada, precisamente, a destruir el sistema de que se ha sido instrumento o servidor. La hipótesis que pueda hacerse en esa forma y por esos medios, supondría la relajación y la rendición de las fuerzas morales de la
República. Pregonarlo, no es sino estimular una lucha de veleidades y de tendencias
personales, encaminada a dar preponderancia, dentro del régimen, a los que suben sobre los que bajan. Esta lucha de predominios es el drama eterno de la vida de las sociedades, pero, arriba de ella, están los intereses de la República que debe hacer efectivas las responsabilidades con una concepción absoluta de justicia.

Entre el último día del oprobio y el primero del digno despertar, debe de haber una solución de continuidad, una claridad radiante, que lo anuncie al mundo y lo fije eternamente en la historia. Esperar la regeneración del país de los mismos que lo han corrompido; pensar que tan magna tarea pueda ser la obra de los gobiernos actuales de la República y de la Presidencia surgida de su seno, sería sellar ante la historia y sancionar ante el mundo, 25 años de vergüenza con una infamación, haciendo del delito un factor reparador, el medio único de redimir el presente y salvar el futuro de la Nación.

Esta tarea requiere escenario y factores nuevos, porque las acciones humanas realizadas en un medio extraño a sus móviles, resultan inocuas o contraproducentes; exige una gran cohesión moral, un sólido vínculo de civismo, el concurso de la voluntad nacional, y reclama un ambiente de justicia y de independencia de espíritu en el cual puedan desenvolverse, ampliamente, todas las capacidades, y bajo cuya influencia, hasta que sean posibles las reacciones de los hombres, por la modificación de las ideas y de los procedimientos.

Los primeros actos del nuevo gobierno evidencian la exactitud de estos juicios: el Congreso se ha clausurado, sumisamente, con injuria a las instituciones y grave daño para importantes intereses, sancionando sin estudio, un presupuesto enorme, porque así lo impuso la política presidencial, realizando un acto sin precedentes que habría sido bastante en una situación regular, para causar la crisis del Ejecutivo. Los gastos fuera de ley, forman como antes, un presupuesto extraordinario que nadie vota ni controla; los cargos públicos, se adjudican en premio de servicios electorales, sin espíritu de justicia; y las concesiones y dádivas continúan
incorporadas a las prácticas administrativas. En el orden político se asiste exactamente a la reproducción de los procederes del pasado, y como obra de gobierno a la onerosa destrucción de lo existente sin beneficio alguno.

La Unión Cívica Radical, que es fuerza representativa de ideales y de aspiraciones
colectivas; que combate un régimen y no hombres, no puede, pues declinar de su propósito ni arriar su bandera. Cumple las decisiones de sus autoridades directivas y responde a las exhortaciones de todos sus centros de opinión. Va a la protesta armada venciendo las naturales vacilaciones que han trabajado el espíritu de sus miembros, porque contrista e indigna, sin duda, el hecho de que un pueblo, vejado en sus más caros atributos e intensamente lesionado en su vitalidad, tenga aún que derramar su sangre para conseguir su justa y legítima reparación. Pero el sacrificio ha sido prometido a la Nación: lo reclaman su honor y su grandeza, y lo obligan la temeraria persistencia del régimen y la amenaza de su agravación. Se efectúa sin prevenciones personales, inconcebibles dentro del carácter del movimiento, y extraños a la índole moral de los que lo dirigen, con derecho a sustraerse a
estas agitaciones, escudados en el antecedente de una larga y fatigosa labor cívica.
La revolución la realiza únicamente la Unión Cívica Radical, porque así lo marca su
integridad y lo exige la homogeneidad de la acción; pero es por la patria y para la patria. Ese es el sentimiento que la inspira y esa es la consigna que lleva cada uno de sus soldados. En ese concepto, solicita el concurso de cuantos quieran contribuir, con su esfuerzo a la obra de la reparación. Los principios y la bandera del movimiento son los del Parque, mantenidos inmaculados, por la Unión Cívica Radical, la que bajo sus auspicios, promete a la República su rápida reorganización, en libre contienda de opinión ampliamente garantizada, a fin de que sean investidos con los cargos públicos, los ciudadanos que la soberanía nacional designe, sean quienes fueren. Los únicos que no podrán serlo, en ningún caso, son los directores del movimiento, porque así lo imponen la rectitud de sus propósitos y la austeridad de su enseñanza.

La importancia de los elementos acumulados permite abrigar la esperanza de que la prueba será lo menos sensible. La Unión Cívica Radical rechaza, en absoluto, todo daño anterior y posterior; no aceptando sino el indispensable en el momento de la acción, y eso, como deber imperioso y como el sacrificio más grande que pueda hacerse por la tierra en que se ha nacido.

Lo afrontamos, íntimamente poseídos de que asistimos a la fecunda obra de reparación de la República, en toda su plenitud para encaminarse por los senderos permanentes de su grandiosos destinos.

Hipólito Yrigoyen
Presidente Honorario.