miércoles, 10 de noviembre de 2010

Las formas del silencio


Por Osvaldo Alvarez Guerrero

Hay quien calla porque ya no quiere hablar. Su silencio no es producto del miedo, ni del cansancio, sino del desprecio. Dijo todo lo que debía, y su destinatario no ha querido escucharlo. En ese caso, el silencio forma parte de una retórica: un método de crítica y reproche, en el que el silencio tiene más importancia que la palabra. El exilio de San Martín; el retiro silencioso de Hipólito Yrigoyen después del fracaso de la Revolución de 1983; el suicidio de Lisandro de la Torre (un patético silencio, el de la muerte auto infligida); o la mudez pública del general De Gaulle en Colombey les Eglises, son ejemplos notorios de la historia política.

Se trata de casos en los que un hombre público, es decir, alguien cuya palabra es escuchada por el público, predijo una situación negativa, que no fue tenida en cuenta oportunamente. El diagnóstico del mal es poco atractivo, y cuando el mal sobreviene, los hechos hablan con más estrépito que las palabras. Por eso, el optimista es más locuaz que el pesimista. Se lo escucha con agrado salvo cuando exagera e imprudentemente promete lo irrealizable. El empalagoso ritmo de las promesas de felicidad, que no se armoniza con el compás de los hechos, provoca el agotamiento y la incredulidad en la ciudadanía.

El silencio puede ser una conducta de lucha y resistencia: por ejemplo, el torturado que no quiere delatar a sus cómplices, y desanima de este modo a sus inquisidores. Su silencio es voluntario, ambicioso y esforzado: pretende, al fin, la derrota moral del enemigo.

El silencio suele ser también instrumento del poderoso, el que no habla para introducir la incertidumbre en el súbdito o en el adversario. Nada hay tan ambiguo como el silencio. Si las palabras tienen frecuentemente varios significados, el silencio es aún más equívoco y desconcertante. Para los creyentes, el silencio eterno de Dios genera ansiedades y angustias. El Todopoderoso no habla por sí mismo, excepto a los santos. Sus designios se manifiestan a través de sus representantes o por signos que requieren de una compleja hermenéutica. En ese juego de interpretaciones teológicas, la fe del destinatario religioso juega un papel exclusivo.

Es el poderoso quien tiene la facultad de permitir o negar el habla de los demás. Ese atributo le permite callar por estrategia, y lo faculta para impedir la opinión del otro. El cetro, o bastón de mando, tenía en sus orígenes la función de puntero indicador. Quien poseía el cetro señalaba con él en las reuniones y asambleas a quien le otorgaba la palabra. Esa función se suple hoy con el micrófono en la TV: el micrófono, su manejo y distribución por el conductor del programa, es un símbolo y al propio tiempo una herramienta concreta de poder. Es el cetro de nuestro tiempo.

Calla también el ignorante, siempre que no sea necio, y el discreto. El necio habla por demás, sin razones ni argumentos. El ignorante calla porque no sabe qué decir; el discreto, por razones de prudencia y hasta de sabiduría. “El pez por la boca muere”, dice el refrán. Y el aforismo de Wittgenstein –“De lo que no se puede hablar, hay que callar”- tiene un significado ético. Wittgenstein afirmaba con ello que de ética no se puede hablar, porque las palabras son insuficientes, confusas e inútiles. La ética se muestra mediante la acción: de ella no debe decirse nada, con ella se actúa.

Hay quien guarda silencio involuntariamente, porque está censurado y reprimido. La censura, sin embargo, se dirige más a los contenidos de lo hablado que al hablante. Se prohíbe hablar de ciertos temas, a los que solo se puede “nombrar”, pero no desarrollar. Y cuando se censura a alguna persona, es porque dice cosas que están prohibidas. No es sencillo seguir a Quevedo, que en un famoso terceto, advertía: “no he de callar/por más que con el dedo/ya tocando la boca, ya la frente/ silencio avises o amenaces miedo”.

Las reglas de conducta social, leyes y vigencias sociales de carácter moral y religioso, que ponen límites a la libertad de expresión no son siempre arbitrarias, por lo general están contenidas y aceptadas por el sistema social y cultural, y cuidan que la palabra no perturbe y dañe la convivencia. Es el caso de la incitación pública a la violencia, la amenaza, la injuria y la calumnia, todos delitos de lenguaje. Es el Estado quien instituye esos l{imites en las sociedades modernas. Desde la Revolución Francesa, y con los avances tecnológicos, esas barreras estatales a las libertades de expresión son cada vez más debiles en un sistema democrático. Ese atríbuto, paulatinamente, pasa a ser ejercido por poderes no estatales, que censuran y reprimen, porque de hecho tienen el poder, frecuentemente ilegítimo, para dar o negar la palabra.

Hay ocasiones, debe advertirse, en las que uno puede sospechar que es más útil y valiente guardar silencio o decir lo que los poderosos quieren, que hablar al botón ante la evidencia de que nadie desea escucharlo. Los tiempos que corren son muy conversados. Los mensajes se multiplican, superponen y contradicen hasta el exceso de la verbalización y la caricatura de la charlatanería. Demasiados vocablos, que ya no significan nada o significan cualquier cosa, sugieren la nostalgia del silencio de las palabras. El problema no es, sin embargo, la sobreabundancia de palabras, sino la escasez de significados. Para descansar de la palabrería vana, los jóvenes recurren hoy a la música. Nunca como en nuestros días hubo tanto melómano masivo, ensimismado en los decibeles musicales de los auriculares y del “walk man” o en las imágenes sonoras “clips” televisivos.

“La peor opinión es el silencio” reza una consigna del gremio de los periodistas. Si no confundimos al silencio con la indigencia, el miedo y la muerte, es cierto que una premisa de la ciudadanía en una sociedad liberal, debe rechazar al “silencio de los cementerios”. Incluso puede afirmarse que las “mayorías silenciosas” son incompatibles con el inconformismo vital que agita el vigor de los pueblos. Atahualpa Yupanqui confiesa en un verso conocido: “le tengo rabia al silencio/ por lo mucho que perdí/ que no se quede callado/ quien quiera vivir feliz”. Pero convengamos que la cuestión es discutible. Y que el uso del silencio en sus distintas formas, su finalidad y posibilidad, siendo la contracara de la palabra, depende de las circunstancias de tiempo, lugar y persona.

Diario “Río Negro” 01.03.97

Nota colgada en: carlitosvila.blogspot.com