sábado, 26 de diciembre de 2009

El candidato


Por Osvaldo Alvarez Guerrero

Precandidatos y candidatos hay siempre, y para todo. Pero su tiempo, es el de las épocas electorales. Entonces se ponen de moda y adquieren notoriedad de distinta índole los que se postulan para los cargos de gobierno. En mérito a las encuestas, a la publicidad, a los reportajes, y eventualmente , a lo que dicen y piensan los electores, el mercado de candidatos ajusta su oferta cuando llega la hora de cumplir con el derecho y la suprema obligación del sufragio. Hay candidatos ganadores y perdedores, reelegibles y permanentes, viejos y nuevos, inteligentes y brutos, simpáticos y antipáticos, con buena o mala imagen, mujeres y hombres (asimiliación que formulo para evitar el presumible cargo de discriminatorio), con carisma y hasta con más o menos atractivos sexuales. Es, pues, hora de hablar de los candidatos.

La palabra candidato viene del latín “candidatus”, que quiere decir vestido de blanco. Durante la República Romana, los postulantes al Senado (el cargo electivo más importante) se ponían la toga “cándida”, de un blanco muy puro, deslumbrante. Plutarco, historiador de la época, sostiene que “esa toga debía ser su única vestimenta, a fin de que no se pudiera suponer que tenía dinero escondido en sus hábitos para comprar los votos de los ciudadanos, y para hacer más fácil mostrarle al pueblo romano las cicatrices de las heridas recibidas defendiendo a la República”, pues, bajo la toga, los candidatos estaban desnudos.

En algunos aspectos, aun sin televisión ni revistas chismosas, los controles del pueblo sobre sus eventuales pretendientes a representarlo eran más sencillos entonces que ahora. Por lo demás, es infrecuente que ciertos candidatos se presten a mostrar sus cicatrices, que en todo caso no serían la huella de heroicas actitudes patrióticas sino de alguna apendicitis o de un partido de fútbol de barrio. El exhibicionismo político actual tiene otros recursos y objetivos. Aunque hubo una excepción precursora en el caso de una funcionaria nacional vinculada lejanamente con la ecología, que posó para los fotógrafos solo cubierta, sugerente, con pieles de zorro, lo que despertó un fugaz escandalote.

A pesar de aquélla manera simbólica de transparencia pública, los políticos y funcionarios romanos (y antes y después de ellos, los de otras naciones), se corrompían. Voltaire, en el siglo XVIII, escribía en sus “Cartas filosóficas” sobre el parlamento británico, que “hay un senado en Londres de algunos de cuyos miembros se sospecha que venden sus votos llegado el caso, como se hacía Roma”. La Glasnost de la etapa caótica de la ex Unión Soviética significa transparencia en los actos de gobierno, un proceso que pretendía develar los oscuros mecanismos del poder de la burocracia del Partido Comunista. Cayó el comunismo y la URSS, pero no parece que los pasillos del Kremlin sean democráticamente más luminosos que en los tiempos de Iván el Terrible, Rasputín o Stalin.

Es imposible hoy que un ciudadano común en la Argentina, aunque tenga similares sospechas que los londinenses del tiempo de Voltaire, pueda conocer los secretos del financiamiento de las campañas políticas. Estos no se esconden en los bolsillos de los candidatos, sino en sofisticadas maniobras bancarias y otras operaciones mas o menos lícitas no excluyentes. En esas maniobras una parte suele quedar en el patrimonio de operadores y candidatos aunque los testaferros y sociedades fantasmas y cuentas bancarias secretas conforman una selva de ocultaciones impenetrable.

Periódicamente aparece algún proyecto que pretende que se hagan públicas las fuentes de financiamiento de los partidos políticos. Sin embargo, los dirigentes de cualquier partido pueden contar sus experiencias personales al respecto: una reglamentación de ese tipo sería inútil, además de improbable sanción, porque los dineros importantes se entregan a los candidatos o a sus íntimos recaudadores, no a las tesorerías oficiales de los partidos. Es más seguro y eficaz el soborno a los sujetos de carne y hueso que a las instituciones. Los que luego firman contratos, decretos aprobatorios de compras o licitaciones, son personas físicas, que tienen el divino sello de la función pública, no las personas jurídicas o de existencia invisible como dice nuestro código civil.

De todos modos, el inmaculable blanco de las togas que usaban los candidatos romanos, tiene simbología algo confusa. El blanco es mucho más que un color. En el nuevo testamento se cuenta que cuando llegue el Apocalipsis, la vestimenta “de los que han salido de la gran tribulación, han lavado su ropa y la han blanqueado con la sangre del cordero” será tan blanca como la nieve. Tradicionalmente en las primitivas mitologías, el blanco es asimilado al andrógino (figura ambigua si las hay) al oro, a la deidad. Dios tiene las barbas blancas. La blancura simboliza el estado paradisiaco y –nueva curiosidad incomprensible- al mundo … ¡celeste!

Pero los hombres, aunque a veces se lo crean, no son dioses. Admitiéndolo, Azorín, en la España de principios de siglo, aconsejaba a los políticos vistieran de negro trajes más bien gastados, los botines muy lustrados, camisa blanca y limpia, y sin joyas (a los sumo una finísima cadenilla para el reloj de bolsillo), como expresión de digna austeridad.

Blancuras y togas aparte, es bueno reivindicar el derecho ciudadano a conocer el orígen y sobre todo los porqués de algunas campañas electorales. La honestidad republicana significaba por la etimología latina que evoco en esta nota, debe extenderse no sólo a los gobernantes sino a los potenciales gobernantes y a los que lo fueron antes.

Publicado en el diario Río Negro, 21.02.95