domingo, 15 de septiembre de 2013

Un fogonazo de lucidez para cambiar mi vida para siempre




por Jorge Fernández Díaz (*)
Después de treinta y tres días de coma y desintegración física, mi padre tuvo la precaución de morirse. Aturdido por una tristeza demoledora, fui llevado por enfermeros a reconocerlo. Estaba destrozado, sobre la camilla última, y cuando lo vi me imaginé a mí mismo dormido para siempre, y a mi hijo parado donde yo estaba contemplándome con dolor. Fue durante ese preciso instante, dentro de ese fogonazo de lucidez (yo soy el próximo, pensé), en que decidí cambiar mi vida. La sensación de finitud, tantas veces racionalizada, me bajó por fin al cuerpo, y recontratar todo para seguir adelante de manera más plena se transformó en una desesperante misión. Tenía 45 años y aunque me creía único, no me ocurría en verdad nada distinto a lo que les sucede a miles y miles de hombres y mujeres que ingresan por diferentes razones en esa segunda adolescencia, en ese revoltijo existencial, en esa crisis de la mediana edad donde muchas cosas vuelcan.
Esta angustiante entrada en boxes, que tanto registran los consultorios psicológicos y las sesiones de couching empresarial, sucede a menudo por un duelo, un estrés, un crac emocional, un desengaño, un enamoramiento prohibido. También por algo menos traumático, como es la simple constatación de que, aunque maravilloso, estamos trabajando en un lugar equivocado. O que vivimos un inespecífico pero agudo malestar crónico. Woody Allen no ha dejado de escribir distintos desenlaces y vicisitudes de la misma situación: personas atrapadas en vidas falsamente satisfactorias. Prisioneros de jaulas doradas. Es que a veces nos pasamos la vida levantando, ladrillo a ladrillo, nuestra casa soñada, sin darnos cuenta de que estamos edificando nuestra penitenciaría. He escuchado cientos de historias sobre hombres y mujeres que tienen todo lo idealizado, y que a esa edad crítica se miran un minuto desde afuera y descubren con asombro que se han convertido en perfectos desconocidos. Muchos perciben que han traicionado su verdadera vocación, otros que han cedido demasiado a los deseos de los demás, y algunos que el amor vino con fecha de vencimiento, y que venció. Es cuando la tierra tiembla, cuando hay que bajar al sótano de nuestro inconsciente con los ojos bien abiertos y mirar lo que tanto temíamos. Cuando hay que cuestionar hasta lo incuestionable.
Se trata de un río torrentoso y hay que vadearlo, amigos. Algunos prisioneros no pueden, retroceden a la orilla y siguen con su frustración redimensionando sus metas y abrazándose a señuelos. Otros cruzan, mojándose hasta el cuello, y salen del otro lado y emprenden la segunda vida. Ese capítulo fascinante donde volvemos a creer en lo que hacemos, donde volvemos a amar después de haber amado y donde priorizamos los disparos: ya no tenemos una ametralladora, el parque está exhausto y ahora vamos tiro a tiro.

Mi padre no podía prever que su muerte iba a cambiar mi vida. Tal vez si lo hubiera sabido no se habría muerto. Pero estoy agradecido con esa última lección que me dejó un hombre que siempre fue libre, y que al irse me liberó de mí mismo.

(*) publicado en Diario La Nación