por Jorge Fernández Díaz (*)
Después de treinta y tres días de
coma y desintegración física, mi padre tuvo la precaución de morirse. Aturdido
por una tristeza demoledora, fui llevado por enfermeros a reconocerlo. Estaba
destrozado, sobre la camilla última, y cuando lo vi me imaginé a mí mismo
dormido para siempre, y a mi hijo parado donde yo estaba contemplándome con
dolor. Fue durante ese preciso instante, dentro de ese fogonazo de lucidez (yo
soy el próximo, pensé), en que decidí cambiar mi vida. La sensación de finitud,
tantas veces racionalizada, me bajó por fin al cuerpo, y recontratar todo para
seguir adelante de manera más plena se transformó en una desesperante misión.
Tenía 45 años y aunque me creía único, no me ocurría en verdad nada distinto a
lo que les sucede a miles y miles de hombres y mujeres que ingresan por
diferentes razones en esa segunda adolescencia, en ese revoltijo existencial,
en esa crisis de la mediana edad donde muchas cosas vuelcan.
Esta angustiante entrada en boxes, que tanto registran los
consultorios psicológicos y las sesiones de couching empresarial, sucede a
menudo por un duelo, un estrés, un crac emocional, un desengaño, un
enamoramiento prohibido. También por algo menos traumático, como es la simple
constatación de que, aunque maravilloso, estamos trabajando en un lugar
equivocado. O que vivimos un inespecífico pero agudo malestar crónico. Woody
Allen no ha dejado de escribir distintos desenlaces y vicisitudes de la misma
situación: personas atrapadas en vidas falsamente satisfactorias. Prisioneros
de jaulas doradas. Es que a veces nos pasamos la vida levantando, ladrillo a
ladrillo, nuestra casa soñada, sin darnos cuenta de que estamos edificando
nuestra penitenciaría. He escuchado cientos de historias sobre hombres y
mujeres que tienen todo lo idealizado, y que a esa edad crítica se miran un
minuto desde afuera y descubren con asombro que se han convertido en perfectos
desconocidos. Muchos perciben que han traicionado su verdadera vocación, otros
que han cedido demasiado a los deseos de los demás, y algunos que el amor vino
con fecha de vencimiento, y que venció. Es cuando la tierra tiembla, cuando hay
que bajar al sótano de nuestro inconsciente con los ojos bien abiertos y mirar
lo que tanto temíamos. Cuando hay que cuestionar hasta lo incuestionable.
Se trata de un río torrentoso y hay que vadearlo, amigos.
Algunos prisioneros no pueden, retroceden a la orilla y siguen con su
frustración redimensionando sus metas y abrazándose a señuelos. Otros cruzan,
mojándose hasta el cuello, y salen del otro lado y emprenden la segunda vida.
Ese capítulo fascinante donde volvemos a creer en lo que hacemos, donde
volvemos a amar después de haber amado y donde priorizamos los disparos: ya no
tenemos una ametralladora, el parque está exhausto y ahora vamos tiro a tiro.
Mi padre no podía prever que su muerte iba a cambiar mi
vida. Tal vez si lo hubiera sabido no se habría muerto. Pero estoy agradecido
con esa última lección que me dejó un hombre que siempre fue libre, y que al
irse me liberó de mí mismo.
(*) publicado en Diario La Nación
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