jueves, 17 de julio de 2014

Montevideo





de Eduardo Galeano (*)

Al caminar, escribo. En un paseo, las palabras se buscan unas a otras y se encuentran unas a otras y tejen historias que yo después escribo a mano en papel. Esas páginas nunca son las finales. Tacho y arrugo, arrugo y tacho en busca de las palabras que merezcan existir: palabras efímeras que ansían sobreponerse al silencio.

Nacida en la trayectoria de una bala de cañón, Montevideo es barrida por brisas que limpian el aire. Antes de que hubiera allí una iglesia o un hospital, esta punta de roca, arena y tierra tuvo un café. Lo llamaban una pulpería, la primera casa con una puerta de madera en medio de chozas de lodo y paja. Vendían de todo allí, desde una aguja y una sartén hasta un paquete de tabaco, mientras los hombres sentados en el suelo bebían vino y contaban mentiras.

Prácticamente tres siglos después, Montevideo todavía es una ciudad de cafés.

No preguntamos ¿dónde vives?, más bien, ¿a qué café vas?

Pero en el mundo de nuestros tiempos apenas hay tiempo para perder el tiempo, y los cafés más viejos, los más entrañables, no merecen existir porque no pueden sacar una ganancia.

Yo voy al Café Brasilero, el cual milagrosamente todavía vive.

Este es el último de los antiguos lugares de reunión donde aprendí el arte de contar historias al escuchar a los mentirosos que, al mentir, decían la verdad.

El café fue mi universidad.

Nunca supe los nombres de esos magos que podían hacer suceder lo que nunca sucedió cuando lo contaban. 

De esos maestros, de su discurso parsimonioso, su andar tranquilo, aprendí mientras fingía no hacerlo, mirando por la ventana a un “Ford con patillas”, como llamábamos a los varios modelos T que cruzaban las calles de Montevideo a paso de tortuga. Todavía lo hacen, sobrevivientes inexplicables que pueden verse en nuestra ciudad y en ninguna otra parte: impasibles, altaneras piezas de museo, indiferentes a los vehículos de hoy que devoran a un paso vertiginoso las horas y el aire.
                                                  
Hay quienes dicen que Montevideo es una ciudad aburrida.

Tal vez estén en lo cierto.

Nada sucede aquí.

La nostalgia vence a la esperanza.

En un bostezo, puedes perder dos tías.

Pero esta también es la capital de un país gobernado por guerrilleros liberados de prisión y elegidos democráticamente, y es la ciudad que produce la mayoría de expertos que filosofan sobre todo y nada, la ciudad con los teatros más independientes y los cines más poco comerciales, incluido el primero en presentar a Bergman y Polanski, la ciudad que celebra el carnaval más largo del mundo, y la que produce la mayoría de jugadores de fútbol, porque aquí todo bebé nace gritando gol.

Montevideo, la ciudad donde nací.

La ciudad donde volveré a nacer.


(*) Fragmento de su libro "Los hijos de los días". 

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