lunes, 21 de enero de 2008

Los pequeños placeres de la vida


por Fernando Savater

Se trata de un señor que habla de pequeños placeres: del croissant con el desayuno por la mañana, y de cosas así. Eso le da pie para recopilar sus pequeños placeres.

Dijo Ortega en una ocasión que “para quien lo pequeño no es nada, lo grande tampoco es grande”. Creo que esto es bastante válido en el terreno del placer.

Algún puritano podría decir que en la vida humana todos los placeres son pequeños, pero si no nos queremos volver excesivamente puritanos podemos reconocer que los grandes placeres están ligados siempre a nuestras necesidades: el sexo, la comida cuando uno tiene hambre, la bebida cuando tiene sed, etc. Son placeres ligados a necesidades. Todos los tenemos igual. Aunque, después, cada uno de nosotros modula esos gustos sexuales, las preferencias gastronómicas varían, pero, básicamente, son placeres comunes a todos.

Todo el mundo busca su contento en el sexo, en la comida, en la bebida, en refugiarse del frío cuando lo hace, en refrescarse cuando hace calor. Son cuestiones ligadas a nuestra condición. Estamos hechos así, más o menos igual, aunque haya modulaciones en la forma en que cada uno de nosotros aborda esas cuestiones.

Estos placeres, por lo tanto, no son muy individualizadores, ni individuales, ya que todos los compartimos.

En cambio, los pequeños placeres son, para cada uno de nosotros, distintos. Cada uno los tenemos. Yo también distinguiría —perdonen estas distinciones que hacemos los filósofos, que para eso nos pagan— los grandes placeres que dependen de las necesidades, y, por fin, los pequeños placeres de las aficiones.

Hay aficiones, en mi caso, las carreras de caballos, y la lectura de novelas de terror, que me gustan mucho. Naturalmente, quien está llevando a cabo acciones que le proporcionan satisfacciones, está disfrutando.

Dejo aparte los grandes placeres que dependen de la necesidad y dejo las aficiones, porque las aficiones, de alguna manera, son como una especie de dedicación: dedicamos nuestra vida, en buena manera, a hacer esas cosas. Dejo también las aficiones a un lado y, por supuesto, prescindo de los grandes placeres en el sentido no físico ni material, sino espiritual y sublime: contemplación de los frescos de la Capilla Sixtina, lectura de Shakespeare, o cosas por el estilo.

¿Cuáles son los míos? Para uno son sublimes, grandes, trascendentes, por ejemplo, leer los sonetos de Shakespeare. Pero, de verdad, ¿cuáles son las cosas pequeñas que le gustan a uno? Y eso es más difícil de establecer porque, en buena medida, está oculto, incluso, para nosotros.

A fuerza de pensarlos, voy a decirles algunos pequeños placeres míos, ejemplo de “pequeños placeres”.

El hojear el periódico matutino antes de que alguien lo haya leido en la casa es uno de mis grandes placeres En cuanto me dan un periódico medio descuajeringado, porque ya lo ha leido alguien, que ya lo ha manoseado, ya ha perdido la virginidad, me parece un periódico del día anterior, me parecen las noticias atrasadas.

La idea de coger el periódico crujiente, con ese ruidito especial, y abrirlo y pasar las hojas en eso que no es una lectura del periódico sino el gusto de hojearlo, de verlo por primera vez. Esa primera lectura antes de que nadie le quite a uno el periódico, cosa que ocurre inmediatamente, por mi hijo o por mi mujer. Esa primera visión es la última que suelo tener, pero ese momento en el que uno mira el periódico todavía crujiente, recién aparecido, y no es lo mismo que leerlo la noche anterior.

Nunca me he acostumbrado a esa gente presurosa que acude a última hora de la noche a leer el periódico del día siguiente. ¿Cómo vas a leer el periódico del día siguiente si no ha amanecido? Me parece que esas noticias no pueden ser las buenas, sino las que vendrán al dia siguiente. Seguro que éstas, a lo largo de la noche, se desmienten.

Amanecer en París es una cosa que me produce un enorme placer, sea porque uno esté llegando en el tren, sea porque te despiertas en un hotel en París. Es una ciudad que uno entiende por qué se inventaron las ciudades. Entiendes por qué los bárbaros dejaron de ir estepa arriba y abajo, se bajaron del caballo y se quedaron a vivir allí. Aparte de la belleza de la ciudad, la conexión con tus gustos y tus aficiones y un punto de exotismo. Es difícil que alguien que vive todo el año en Madrid o en Valencia, por ejemplo, despierte queriendo estar en Madrid o en Valencia, con un día por delante más ocioso que los días normales.

El tercer placer es uno que me ayuda a trabajar. Dudo si es conveniente incluirlo como tal. Pero a él voy. Se trata de la combinación de mojama con almendras. Cuando me pongo a escribir por las tardes, me siento delante del ordenador, me pongo un whiski —a éste no le incluyo porque es algo meramente medicinal y estrictamente laboral— que acompaño con unos taquitos de mojama y unas almendras. Me parece algo completamente decisivo para escribir y para atraer la inspiración.

El cuarto placer sí que tiene que ver algo con el tabaco. No soy misionero de nada, en el sentido de que hay que fumar o que no hay que fumar. No creo que haya que hacer nada, ni dar la lata a los demás.

Si alguien no fuma, me parece bien, como también me parece lo contrario. No es obligatorio que fume quien no le guste. El problema es el de las personas que han sustituido el placer de fumar por el placer de perseguir a los que fuman. Esa compensación es la que me molesta. La otra me parece absolutamente razonable, pero convertir en placer el ataque a los que fuman, me irrita.

No fumo cigarrillos. Me parecen demasiado iguales unos a otros, no encuentro modulaciones. Prefiero los cigarros, los puros, que admiten la complejidad de fumarlos pequeños, largos, grandes, cortos. El puro es el placer de fumar más en estado puro.

Los “toscanelli” ayudan a usarlo, sin abusar. Convertir la rutina que puede ser el tabaco en una arma letal es algo sin duda dañino, porque indica que algo va mal dentro de uno.

La mayoría de los excesos de tipo dañino, peligroso, agresivo, indican algo no solo malo socialmente sino malo dentro de uno. Algo no va bien en mí si necesito hacerme daño de forma descarada. Por lo demás, estoy convencido que fumar no es bueno en el sentido de que sea higiénicamente bueno, pero la mayoría de las cosas que hacemos en la vida tampoco son higiénicamente buenas. Ni siquiera la vida misma. Miren cómo acaban todas las vidas. No será tan bueno vivir. La única enfermedad de transmisión sexual, letal de necesidad, es la vida. Para qué, pues, vamos a esperar morir en perfecto estado de salud.

Hay que intentar vivir y la vida exige ciertos compromisos con la muerte, cierto jugar al escondite con cosas que, objetivamente, tal vez no sean buenas pero que ayudan a otras. La copa de vino que ayudó a Shakespeare a escribir, el Toscano, la mojama y las almendras que me ayudan a escribir un artículo, cooperan a que pasemos una hora y otra sin desequilibrio, neurosis, ni agresividad.

http://www.youtube.com/watch?v=Be6jlCuMvVQ

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