domingo, 28 de septiembre de 2008

Veinticinco años


Por Daniel Larriqueta

El 10 de diciembre de 1984, el gobierno democrático celebraba su primer aniversario, y en un clima distendido, los ministros y los funcionarios menores de la Casa Rosada nos encolumnábamos para saludar al Presidente, que, acompañado por el vicepresidente Víctor Martínez y engalanado con su banda y su bastón, recibía de pie en su despacho. No había protocolo, de modo que me tocó, por los cotilleos y el azar, colocarme detrás de uno de los ministros más importantes y amigo y compañero de luchas de Raúl Alfonsín. Y pude escuchar lo que el ministro le decía al Presidente: "Te felicito, Raúl. Ya hemos durado un año". Era una cuenta veraz, pero inquietante; la cuenta de "durar".

El próximo 10 de diciembre la cuenta de durar será, para la democracia, de un cuarto de siglo. Confieso que para aquellos del principio, este fruto de hoy era, entonces, casi una quimera. No porque el pronunciamiento popular no hubiese sido categórico, sino por lo que dejábamos atrás, y las estructuras de poder autoritario que quedaban en pie.

Además, ¿cómo era vivir en una genuina democracia? Habían pasado cincuenta y tres años desde el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen, y en ese largo medio siglo no había vuelto a haber ningún gobierno elegido democráticamente y que hiciera de la vida democrática su modo, su proyecto. En ese lapso habíamos vivido la innovación social y política que representó Juan Perón, que dejó muchos elementos positivos en la vida argentina, pero pisoteando o desdeñando los requisitos democráticos y las libertades públicas. Y los gobiernos que intentaron el modo democrático, como el de Arturo Illia y, con algunos matices negativos, el de Arturo Frondizi, tuvieron una representación menguada y finales agraviantes.

Más cerca, los diecisiete años y medio transcurridos desde el derrocamiento del presidente Illia en 1966, abarcaban casi el lapso de una generación de autoritarismo, violencia e intolerancia. Y en el gobierno de 1983 sabíamos que la mayoría de las expresiones de poder con las que debíamos convivir y, eventualmente, negociar estaban contaminadas por esa larga sombra. Sindicalistas, empresarios, jefes militares, autoridades religiosas, periodistas estrella y hasta figuras del arte y de la ciencia habían debido convivir con esas formas autoritarias como condición inevitable del surgimiento o de la permanencia. En otras palabras, la clase dirigente argentina que se había formado en esos años era, por decir lo menos, poco idónea para la vida en democracia. Todo eso hacía el tránsito incierto y obligaba al Presidente y a sus principales acompañantes políticos -pienso en los ya desaparecidos Antonio Troccoli y Juan Carlos Pugliese, aunque fueron muchos más- una misión de continua docencia. El presidente Alfonsín lo dijo en innumerables discursos: había que construir una mentalidad democrática, y del éxito de ese trabajo histórico dependería la solidez del proyecto.

En algunos casos, además, la oposición a la democracia no era pasiva. La vigencia de un pacto militar-sindical -acordado por Lorenzo Miguel y el general Nicolaides, según los papeles desclasificados por el gobierno de Estados Unidos- en las vísperas de las elecciones, podía anunciar que ciertos grupos sindicales y una parte considerable de la jerarquía militar seguirían resistiendo al avance democrático. Para prueba de lo fundado de esta prevención, allí están ahora, como hechos históricos, los terribles paros generales de la CGT, el atentado al Presidente, en mayo de 1986, y los numerosos alzamientos militares que continuaron hasta la década siguiente.

Pero esta refundación de la mentalidad democrática incluía a las fuerzas políticas. Cuando Adolfo Suárez -que fue el presidente del gobierno español autor de la transición hacia la democracia en su país- visitó al presidente Raúl Alfonsín, se abrió entre ambos un diálogo ilustrativo. El doctor Alfonsín le dijo a Suárez que él aspiraba a hacer en la Argentina una transición por lo menos tan exitosa como la que se había concretado en España, y entonces Adolfo Suárez le contestó: "Pero a usted le faltan dos elementos que a mí me ayudaron mucho: un rey como don Juan Carlos y un jefe de la oposición como Felipe González".

Había que alentar la consolidación de una oposición democrática como contrapeso y garantía del proyecto. Y en esta materia no hubo una luz clara, hasta que dentro del derrotado peronismo no se puso en marcha la "renovación". Los intentos de que fuese la misma Isabel Perón quien impulsara ese proceso entre sus partidarios habían dado pocos frutos, y sólo podía esperarse una reacción interna. Es menester subrayar ahora la importancia de la contribución que los peronistas renovadores hicieron a la democracia, como lo ha destacado el mismo Raúl Alfonsín en estos días, cuando en La Plata le agradeció públicamente a Antonio Cafiero haber llevado la democracia al seno de su partido.

La construcción que se inicia en 1983 se fue consolidando paso a paso, superando tormentas y desestabilizaciones que para los jóvenes de hoy son inimaginables. Y fue hecha por una clase política que había tenido muy pocas oportunidades reales de formarse, reunirse, discutir, estudiar. Eran los hombres y mujeres de la resistencia y tenían derecho a equivocarse en los detalles, a cambio de que acertaran en las grandes líneas.

Pero con esos aciertos no sólo se abría una larga y fructuosa esperanza para el país, sino que se cerraban otras cosas, cosas o tiempos de cuyo carácter históricamente dramático todavía no tenemos suficiente medida. Hugo Gambini está publicando, en estos días, su tercer tomo sobre la historia del peronismo, y su modo de marcar los tiempos me ha hecho pensar sobre una mirada más larga. Este tomo corre de 1956 hasta 1983, y es el tiempo de la violencia. ¿Cuánta violencia? Tanta que esos 27 años es el lapso más luctuoso del siglo XX, que cuenta los muertos de todos los sectores de a miles, más los torturados, los encarcelados, los exiliados. ¿No se parece este período a lo que ya tenemos incorporado a la memoria histórica como la "anarquía" del siglo XIX? Si es así, aquel 1983 no sólo hace puente con el último gobierno constitucional y plenamente democrático de 1930, sino que también clausura la anarquía del siglo XX.

La violencia y la destrucción del siglo XIX se cerró con el fundador pacto político que es la Constitución nacional. En 1983 no hubo un pacto tan explícito, sino un lento pero imparable proceso de acuerdo sobre la voluntad de consolidar la democracia. Y me parece que esa voluntad no es un accidente, sino que tiene sus raíces en aquel lejano pasado. Porque el presidente Alfonsín hizo su campaña electoral recitando, en cada discurso -y creo que dijo más de ochocientos- y en cada pueblo del país, el preámbulo de la Constitución nacional, crecientemente coreado por las concurrencias, como un pacto de nuevo comienzo. Creo que debemos observar esto con atención, porque significa que los valores del Preámbulo estaban en el corazón del pueblo argentino en 1983. ¡Ciento treinta años después de haber sido dictado!

Los autores más perspicaces, y en particular Alain Rouquié, habían señalado -en trabajos publicados durante los años oscuros- que las dictaduras militares hacían siempre referencia a un retorno a la democracia, como si la Argentina no reconociera otra legitimidad que esa, aun en los momentos de mayor confusión.

Acaso esa particular solidez ideológica y política es lo que constituye el patrimonio íntimo de nuestro país, formado y ratificado entre los horrores del siglo XIX y los horrores del siglo XX. Y ese patrimonio es, probablemente, lo que interpretó el gobierno de 1983 y reconocieron las otras parcialidades de la vida política argentina en aquellos años, y en los que han continuado hasta hoy. Si es así, entonces también el comienzo democrático de hace veinticinco años podría interpretarse como el reencuentro de la Argentina con su destino, con su razón de ser.

Artículo de opinión publicado en el diario La Nación, el 22 de septiembre de 2008

http://www.youtube.com/watch?v=ob5670m-tqg

No hay comentarios: