miércoles, 24 de octubre de 2007
Sobre la traición
por Osvaldo Alvarez Guerrero
“Hay muchos que sueñan con ser traidores. Creen en ello y creen serlo. En realidad son unos traidores de pacotilla”, dice el filósofo Gilles Delleuze (Diálogos, Edit. Pre/textos, Madrid, 1980).
Ciertamente hay más tramposos que traidores. El desafío que impulsa al traidor registra una audacia de la que carece el tramposo.
En el lenguaje vulgar de los argentinos existe el modismo “trampa” como forma de significar una conducta circunstancia, no muy definida, vinculada a los enredos amorosos. “Que fulano ande en alguna trampa”, sería algo así como un acto o una serie de actos clandestinos que bordean la ilegalidad, que están flotando en una modesta transgresión moral. No alcanza a ser un delito. Es simplemente un ardid, poco más que una picardía, una “transa” (vocablo también de moda), una negociación astuta complicada, que presumiblemente otorga beneficios pasajeros.
La traición es una ruptura, un cambio que le parece abrupto al traicionado, el descubrimiento de algo que permanecía oculto. El quiebre de la confianza que el engañado concede, exige, paradojicamente, el coraje e imaginación del traidor. Traicionar es crear, alega Delleuze; para ello “hay que perder la propia identidad, el rostro, desaparecer, devenir desconocido”. La traición no es para cualquiera. Se comete una, quizá dos veces en la vida.
La suma de mezquinas deslealtades no convierten aun tramposo en un traidor. De ahí la envidia que siente hacia el auténtico traidor. Pero “el que nace para pito nunca llega a corneta”. La trampa es parte de una subcultura malévola: la traición es una excepcionalidad, que trasciende el mal. Por eso la categoría superior que le adjudica Deleuze.
No olvidemos que traidor viene del latín “traditore”, el que entrega. Juridicamente, la tradición” es el traspaso de la propiedad de alguna cosa, la efectivización de un pacto de compraventa, sin la cual el contrato está incompleto. Judas es un traidor, porque entrega, con alevosía, al hijo de Dios, su maestro. Personaje trágico, su grandeza es proporcional a la magnitud de su pecado. La grandeza de la traición de Judas proviene de la divinidad traicionada. Una divinidad en la que no creía. Es la inconmensurable víctima, Jesús, el que mide su traición. Al fin, el hombre, frágil e indeciso, nació de la traición de Adán al Creador. Sin embargo, Judas se entrega a la codicia. Cumple su trato con la información dada a quienes se la compran, los romanos. Es leal “traditore”, a cambio de las monedas con que se retribuyó la delación de su maestro.
Esa duplicidad que conlleva la traición la infecta de ambivalencia excusatoria. El traidor cree en alguien, y esa creencia lo impulsa a cometer la traición. El traidor a la patria (cuantos traidores a la patria han sido oficialmente declarados tales?) es fiel a otra patria, o en todo caso, a su propio mercantil beneficio. En cambio el tramposo es un pequeño cínico, que ha perdido sus referencias.
Ramón Mercader se ganó la confianza de Trotsky, se hizo su amigo y confidente, para después asesinarlo por la espalda. El homicida era fiel al Partido Comunista, con quien tenía su verdadero pacto. Es considerado traidor por los trotskistas, pero no por el stalinismo, que lo condecoró. En todo acto de traición hay dos lealtades, una real y oculta y otro irreal y fingida.
La traición puede ser cometida contra uno mismo, contra sus ideas o sus sentimientos, situación frecuente, por ejemplo en los actos fallidos que estudia la psicología. Pero también en ese caso hay alguna fidelidad, aún inconsciente, a la cual se traiciona. Entonces ¿donde está la traición? Esa es la razón, una causa superior que sirve de justificación a los traidores. Bruto excusa su traición a Julio Cesar cuando, al agregar su puñal a la múltiple cuchillada que le propinaron los senadores conjurados al emperador, invoca su lealtad a Roma, cuyo destino era más importante que el de Cesar. El teniente Astiz fue traidor a las Madres de desaparecidos en cuyas organizaciones se infiltró, pero un fundamentalista fiel hasta el fanatismo con sus jefes militares a quienes prestó obediencia debida. Scilingo es traidor a sus mandantes, pero fiel, según dice a su conciencia.
Esa doblez en la justificación nace de otra: la doble imagen del traidor, que es sustancial a su condición de impiadoso simulador. El traidor canjea una lealtad aparente por su lealtad real, secreta y genuina.
De ahí que la traición puede ser considerada un delito formal. Lo condenable es su forma, siempre sorprendente e inesperada, la conspiración fraudulenta con que se expresa, la falsedad que supone toda máscara, el engaño con que se instrumenta el acto material que comete el traidor. Pero lo maléfico del acto traicionero se limita a ese enmascaramiento. No accede a “las razones de la traición”, que alguien, incluyendo al traidor, puede juzgar nobles y superiores.
Las “Razones de Estado” admiten tanto la traición política como la trampa polítiquera. El espionaje y la delación es aceptada, como puede serlo una trapisonda electoral. Cumplen con una función despreciable, odiosa, pero necesaria y eficaz. Es propia de un pragmatismo extremista, pues como bien se sabe, “el fin justifica los medios”.
Ahora bien: la ética de la cultura occidental moderna puede se considerada un disciplinamiento de “formas” de actuar, que desprecia el resultado de las conductas. “Actúa de tal manera que cada uno de tus actos esté sometido a una ley universal”, dice Kant. No establece cuál es esa ley universal, pero insinúa que se trata de la “buena conciencia”.
Según esa ética formal, la traición es mala “per se”, por su estrategia falaz, por su envoltura que esconde la verdad, por el fingimiento que constituye su sustancia, no por sus fines, cuya evaluación pende de lazos relativos. Lo deleznable de la traición es la herramienta utilizada. La traición es un procedimiento, y lo que la ética formal fulmina es ese procedimiento, la vía elegida, no la estación terminal.
15.02.97
http://www.youtube.com/watch?v=SIM4DCn7AlE
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