Leandro N. Alem
Leandro Alem, el de las largas barbas plateadas
ya, el de los ojos vivos y fulgurantes, el de la palabra vibrante y perentoria,
el caudillo, el jefe, el hombre de la calle y de la plaza pública, que
arrebataba a las multitudes cuando les hablaba por ellas, equivocado o no,
cuando los llevaba adonde él quería llevarlas, casi ídolo con su ascético
rostro, con su vida clara, con su altruismo extraño, y así ha muerto, tendido
sobre una mesa, cubierta la cara ensangrentada con el poncho de vicuña de sus
amores nacionales.
Por qué?
Todos preguntaban el por qué, todos querían
conocerlo, y habrían cuestionado al cadáver si hubiera podido contestar, y
quedaban mudos ante ese enigma. ¿Como, cuando se es jefe de un partido
poderoso, cuando se influye en los destinos de una nación, cuando se ha llegado
a una popularidad casi sin precedentes, se puede cortar así el hilo de una
existencia, saltar así a la nada, romper así con todo lo que sonríe y lo que
promete?
Hombre maduro, el doctor Alem había hecho
muchos sacrificios y, llegado el momento del balance, se había encontrado él
solo en pérdida, después de haber puesto casi todo el capital.
Muere en su teatro, en la calle de sus
triunfos, y las causas de su muerte no han de conocerse tal vez por entero.
Su amigo Francisco Barroetaveña está
consternado. Hace una hora conversaba con él y “Leandro nos entretenía con
burlas amistosas”, recuerda, y lo confirman sus amigos Demaría, Torino, Saldías,
apesadumbrados como él frente a su muerte. “No, no puedo creerlo, no quiero
creerlo –dice Barroetaveña-, ¿por qué se mato Alem? Yo no encuentro una causa
razonable, si es que se puede justificar con estas palabras la siniestra
resolución en los más insoportables momentos de la vida … ¿qué lo ha llevado al
suicidio? ¿la pobreza? Pero si Alem era uno de esos sublimes menesterosos cuya
elevación de ideas y pensamientos les impide conocer y codiciar las ventajas
del dinero; que suelen terminar con los pies en un hospital, pero manteniendo
siempre la cabeza y el corazón en las nubes, que se empobrecen haciendo el bien
y no se avergüenzan de alimentarse “como las aves del cielo” y de vestirse “como
los lirios de los campos” cuando falta el trabajo honrado y dignificante; que
persiguen como objetivos de la vida la práctica del bien, del deber y de la
virtud; el ejercicio del derecho y el reinado de la justicia; y que desde la
plataforma de su elevada misión compadecen la opulencia de Creso … ¿Alem
deprimido? Pero ¿Cómo?, ¿por quién? ¿de donde le vino esa persistente obcecación?
¿si Alem, en los pontones, en la cárcel infecta, en la miseria, víctima de la
difamación, en la soledad o en el infortunio era siempre el repúblico altivo y
brillante que se agrandaba ante la adversidad?
Se corre la voz: Alem ha muerto. En las casas
del suburbio hay quienes lloran y quienes callan como cuando pasa un ángel.
(*) fragmento del libro de Pedro Orgambide "Leandro N. Alem o la
noche es buena para el adiós"
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