sábado, 30 de junio de 2012

Leandro N. Alem


Leandro N. Alem 

Leandro Alem, el de las largas barbas plateadas ya, el de los ojos vivos y fulgurantes, el de la palabra vibrante y perentoria, el caudillo, el jefe, el hombre de la calle y de la plaza pública, que arrebataba a las multitudes cuando les hablaba por ellas, equivocado o no, cuando los llevaba adonde él quería llevarlas, casi ídolo con su ascético rostro, con su vida clara, con su altruismo extraño, y así ha muerto, tendido sobre una mesa, cubierta la cara ensangrentada con el poncho de vicuña de sus amores nacionales.

Por qué?

Todos preguntaban el por qué, todos querían conocerlo, y habrían cuestionado al cadáver si hubiera podido contestar, y quedaban mudos ante ese enigma. ¿Como, cuando se es jefe de un partido poderoso, cuando se influye en los destinos de una nación, cuando se ha llegado a una popularidad casi sin precedentes, se puede cortar así el hilo de una existencia, saltar así a la nada, romper así con todo lo que sonríe y lo que promete?

Hombre maduro, el doctor Alem había hecho muchos sacrificios y, llegado el momento del balance, se había encontrado él solo en pérdida, después de haber puesto casi todo el capital.

Muere en su teatro, en la calle de sus triunfos, y las causas de su muerte no han de conocerse tal vez por entero.

Su amigo Francisco Barroetaveña está consternado. Hace una hora conversaba con él y “Leandro nos entretenía con burlas amistosas”, recuerda, y lo confirman sus amigos Demaría, Torino, Saldías, apesadumbrados como él frente a su muerte. “No, no puedo creerlo, no quiero creerlo –dice Barroetaveña-, ¿por qué se mato Alem? Yo no encuentro una causa razonable, si es que se puede justificar con estas palabras la siniestra resolución en los más insoportables momentos de la vida … ¿qué lo ha llevado al suicidio? ¿la pobreza? Pero si Alem era uno de esos sublimes menesterosos cuya elevación de ideas y pensamientos les impide conocer y codiciar las ventajas del dinero; que suelen terminar con los pies en un hospital, pero manteniendo siempre la cabeza y el corazón en las nubes, que se empobrecen haciendo el bien y no se avergüenzan de alimentarse “como las aves del cielo” y de vestirse “como los lirios de los campos” cuando falta el trabajo honrado y dignificante; que persiguen como objetivos de la vida la práctica del bien, del deber y de la virtud; el ejercicio del derecho y el reinado de la justicia; y que desde la plataforma de su elevada misión compadecen la opulencia de Creso … ¿Alem deprimido? Pero ¿Cómo?, ¿por quién? ¿de donde le vino esa persistente obcecación? ¿si Alem, en los pontones, en la cárcel infecta, en la miseria, víctima de la difamación, en la soledad o en el infortunio era siempre el repúblico altivo y brillante que se agrandaba ante la adversidad?

Se corre la voz: Alem ha muerto. En las casas del suburbio hay quienes lloran y quienes callan como cuando pasa un ángel.

(*) fragmento del libro de Pedro Orgambide "Leandro N. Alem o la noche es buena para el adiós"

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